Acerca de Martin Blaszko III

por Mariano Llinás

 

 

 

Desde hace muchos años, casi desde que somos amigos, mantenemos

con Ignacio Masllorens la misma discusión. El objeto de la discusión es, curiosamente, él mismo, y los avatares de su obra.

Yo, ciertamente, ocupo el lugar más antipático: una y otra vez lo trato de irresponsable. “Un cineasta de tu talla”, le digo, “no puede permitirse no hacer películas. Tenés que tomar el toro por las astas y entregarte a la gran obra que tenés por delante”. Él, con su particular diplomacia, sonríe, asiente y hace como si mis argumentos lo convencieran, pero después se va, olvida todo lo que le dije y continúa produciendo esa obra dispersa y aleatoria, compuesta de mínimas piezas de genio, que parecen sobrevolar el cine, planear sobre su superficie como aves exóticas para después volver, sonrientes y orgullosas, a los suburbios. Yo, al enfrentarme a cada una de ellas, a la inexorable felicidad que deparan a quien las ve, me digo que estaba equivocado, y que en cualquiera de esos fragmentos secretos hay más cine que en la mayoría de los films que, año tras año, abastecen los festivales del mundo. Que su carácter voluntariamente pequeño no las disminuye sino que constituye la clave de su nobleza y de su gracia. “Y sin embargo…” me dice el conservador que anida en mí, “si algún día se decidiera…”.

 

Martin Blaszko III es, en ese debate, una feliz novedad.  Es un film de Ignacio, mantiene la irreverencia y la inasible anarquía de sus películas chicas, pero se atreve a una profundidad y a una contundencia que hace que nadie pueda considerarlo un “film menor”. En él, asistimos al retrato de un artista, pero en lugar de detenernos en su obra, en sus opiniones o en su biografía, lo que nos es mostrado es la íntima comedia de su vida, la forma en que pasa su tiempo, su desaforada cotidianidad. Un gran artista, parecería decir el film, es un gran artista siempre. Su genio se ve a cada momento, en cada uno de sus gestos o de sus palabras. Es un atributo tan evidente como la belleza o el coraje. La obra es solo una manifestación más de ese carácter.

En efecto, las esculturas de Blaszko son, en el film, apenas entrevistas;

tenemos que adivinarlas en los resquicios que nos permite atisbar la arrolladora personalidad de su autor. La obra de Blaszko, para el film, podría no existir. Basta con Blaszko mismo. Basta con verlo discutir, dar órdenes a diestra y siniestra, controlarlo todo a su paso, tomar el universo que lo rodea y darlo vuelta como si fuese un guante para comprender que es un hombre de genio. El film, con elegancia ejemplar, evita subrayar cualquiera de esos rasgos; evita opinar sobre su descomunal personaje. Simplemente se deja invadir por él.

Con esta delicada obra maestra, Ignacio, una vez más, ha ganado la partida.